Phillip tenía el pelo revuelto y visibles muestras de agotamiento. Sin embargo permanecía con la mirada perdida pensando en un pasado reciente que no parecía que pudiese terminar de asumir. Esperando a que llegase el juez de guardia y custodiado por la mirada de los policías que acababan de llegar al puesto de salvamento se mantenía cabizbajo y con la mirada perdida en algún punto fijo del zócalo de la sala. Todavía tenía marcada la cara por el exceso de sol y por todo lo que había pasado en aquel pequeño yate.
Oficialmente el francés era un náufrago. Se le había encontrado a la deriva a más cien millas de la ruta que tenían prefijada. Phillip, Marian y Jean habían partido de un pequeño puerto de la costa azul francesa con destino a Córcega. Era un caluroso día de verano y no se notaba ni la más pequeña brisa. Sin embargo el barco en que viajaban los tres navegaba sin rumbo. Los motores no funcionaban y la embarcación era arrastrada por la corriente.
El pesquero que encontró a Phillip se había aproximado al yate porque había visto que navegaba a la deriva. Cuando llegaron Phillip estaba recostado en un lateral del barco dejando ver los primeros síntomas de una fuerte insolación. Tenía todo el cuerpo enrojecido y no se movía absolutamente nada. En un primer momento los pescadores pensaron que estaba muerto pero, cuando se acercaron y subieron a la nave, comprendieron que simplemente parecía estar extenuado. Le preguntaron si se encontraba bien, si el barco podía navegar o si había algún náufrago. Phillip simplemente respondió que el barco se había detenido, que no sabía las causas y que había dos tripulantes más. Cuando los hombres se internaron en la nave comprobaron que allí no había nadie por ninguna parte. Le preguntaron si habían caído al agua. Phillip dijo que no lo sabía.
A las tres horas llegó la patrullera francesa que había sido avisada por los pescadores. Hicieron preguntas parecidas a Phillip y obtuvieron respuestas similares. Lo trasladaron, le dieron de beber y lo colocaron en una pequeña litera que había en el lateral izquierdo. Como el yate se obstinaba en no arrancar ataron los cabos de emergencia y comenzaron a remolcarlo. Después de cinco horas llegaron al puesto de salvamento marítimo de Córcega.
La sala de espera en la que permanecía Phillip estaba muy iluminada. Se podía ver cada detalle del rostro de Phillip. Los ojos gris azulados y su cabello rubio parecían brillar especialmente a la luz de los fluorescentes.
El juez llegó a las tres de la mañana. Hasta ese momento el náufrago sólo había hablado estrictamente lo mínimo. Había dejado ver que se encontraba bien de salud y que únicamente se veía muy cansado. Cuando el juez comenzó a tomarle declaración Phillip apenas respondía con algo más que monosílabos. El diálogo parecía una partida de ping-pong en la que la pelota permanece unos mínimos instantes en cada lado porque cada contendiente se la devuelve al momento al rival. A duras penas el juez consiguió alcanzar a saber que eran tres personas las que habían partido y que después de una fuerte discusión entre todos Phillip perdió el conocimiento y no lo recuperó hasta poco antes de la llegada de los pescadores.
Oficialmente el francés era un náufrago. Se le había encontrado a la deriva a más cien millas de la ruta que tenían prefijada. Phillip, Marian y Jean habían partido de un pequeño puerto de la costa azul francesa con destino a Córcega. Era un caluroso día de verano y no se notaba ni la más pequeña brisa. Sin embargo el barco en que viajaban los tres navegaba sin rumbo. Los motores no funcionaban y la embarcación era arrastrada por la corriente.
El pesquero que encontró a Phillip se había aproximado al yate porque había visto que navegaba a la deriva. Cuando llegaron Phillip estaba recostado en un lateral del barco dejando ver los primeros síntomas de una fuerte insolación. Tenía todo el cuerpo enrojecido y no se movía absolutamente nada. En un primer momento los pescadores pensaron que estaba muerto pero, cuando se acercaron y subieron a la nave, comprendieron que simplemente parecía estar extenuado. Le preguntaron si se encontraba bien, si el barco podía navegar o si había algún náufrago. Phillip simplemente respondió que el barco se había detenido, que no sabía las causas y que había dos tripulantes más. Cuando los hombres se internaron en la nave comprobaron que allí no había nadie por ninguna parte. Le preguntaron si habían caído al agua. Phillip dijo que no lo sabía.
A las tres horas llegó la patrullera francesa que había sido avisada por los pescadores. Hicieron preguntas parecidas a Phillip y obtuvieron respuestas similares. Lo trasladaron, le dieron de beber y lo colocaron en una pequeña litera que había en el lateral izquierdo. Como el yate se obstinaba en no arrancar ataron los cabos de emergencia y comenzaron a remolcarlo. Después de cinco horas llegaron al puesto de salvamento marítimo de Córcega.
La sala de espera en la que permanecía Phillip estaba muy iluminada. Se podía ver cada detalle del rostro de Phillip. Los ojos gris azulados y su cabello rubio parecían brillar especialmente a la luz de los fluorescentes.
El juez llegó a las tres de la mañana. Hasta ese momento el náufrago sólo había hablado estrictamente lo mínimo. Había dejado ver que se encontraba bien de salud y que únicamente se veía muy cansado. Cuando el juez comenzó a tomarle declaración Phillip apenas respondía con algo más que monosílabos. El diálogo parecía una partida de ping-pong en la que la pelota permanece unos mínimos instantes en cada lado porque cada contendiente se la devuelve al momento al rival. A duras penas el juez consiguió alcanzar a saber que eran tres personas las que habían partido y que después de una fuerte discusión entre todos Phillip perdió el conocimiento y no lo recuperó hasta poco antes de la llegada de los pescadores.
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